La cocina de la primavera es donde mejor se puede ver reflejado la inquietud del espíritu, la limpieza de las ideas y la belleza del pensamiento.
Para preparar un banquete de primavera no hay que rebuscar entre voluminosos tomos de enciclopedias culinarias. Solo hay que salir al campo en una mañana de sol y escuchar la explosión de la naturaleza, percibir la sinfonía de aromas que embriagan los sentidos y plasmar todas estas sensaciones en un plato, como hacían con sus lienzos los genios de la pintura impresionista.
En primavera hay que cocinar con la ventana de la cocina abierta para contagiarse de la grandiosidad con que la Madre Naturaleza nos obsequia cada año. La cocina de primavera debe ser como la propia naturaleza, exultante, llena de aromas chocantes y a la vez armónicos, con mil colores de cuya combinación apenas hay que preocuparse, porque todo es una fiesta. Ese debe ser el resultado ¿y el medio para conseguirlo? El medio para conseguirlo debe ser meticuloso, ordenado y aséptico.
Para que una verdura llegue a la mesa con toda la elegancia, frescura y perfume que la caracteriza en la huerta, esta debe ser mimada y respetada en cada fase de su preparación.
Los maestros franceses cuidan sus verduras hasta el punto de que en muchos casos disponen de huertos anexos a sus restaurantes porque consideran que un guisante debe ser cocinado antes de que pasen dos horas desde su recolección. Parece una exageración, pero cuando uno prueba un panaché de verduras preparado por chefs como Michel Guerard, Bernard Loiseau o el mítico Jöel Robuchon, se descubre que cualquier parecido con los guisantes de las guarniciones servidas con el solomillo en el banquete del ‘primo Moncho’, son una simple coincidencia histriónica, un escaso parecido morfológico, digamos que una simple casualidad plástica.
Esos cocineros que maltratan las tiernas cebolletas, las zanahorias o las alcachofas, mezclándolas incluso impunemente con otras verduras congeladas o en conserva, con jamones rancios, con sopas instantáneas, o cocinándolas con aceites inmundos, deberían ser privados de poder acceder a profanar toda belleza de la naturaleza, para que así aprendan a disfrutar de lo que aun nos queda de hermoso en este mundo.
En la cocina de la primavera hay que intentar llevar en volandas cada producto desde la huerta hasta el plato, sin que la verdura se llegue a dar cuenta de que ha sido arrancada o cortada de su pie nutriente. No sirven neveras, ni refrigeradores, ni conservantes. Los aliños deben también ser ligeros y frescos como el viento del “Nordés”, que limpia los montes de bruma.El temible vinagre debe aparecer solo como una sospecha en cada ensalada. Si su presencia se deja sentir contundentemente, será un presagio tan fatal.
Tampoco las especias deben sobresalir en esta cocina. Los sabores de las verduras deben aportar a cada plato toda su potencia aromática y en muchos casos deben considerarse como una especia en sí, dentro de la estructura organoléptica del plato diseñado.
Un fuerte y sabroso abrazo para todos.
Mario De Lucas Hernández
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