Una vez explosionada la burbuja inmobiliaria, y después que todo el interés se fijará en la creación de barrios en la periferia, era previsible que, como consecuencia fatal, la ciudad consolidada iniciara un proceso de destrucción. Es así, y de tal manera, que ahora asistimos a la desaparición de innumerables inmuebles de aquella Guadalajara, que, pese a su modestia, eran seña de identidad de una comunidad orgullosa de ser cabeza de provincia. A esa nómina pertenecen el Bar Soria y la Tahona de Lucas, dos referentes en la segunda mitad del siglo XX.
También era previsible que al derribar algunos edificios atentáramos contra el patrimonio histórico-artístico, o que quedaran a la vista preciados vestigios, como así ha ocurrido tras la demolición del bar y de la tahona mencionados. En ambos casos, se descubrieron misteriosos arcos de ladrillo que, enmascarados y embutidos en las medianeras, nos remiten a la urbe medieval; en concreto, a los templos de San Andrés y de San Esteban, dos antiquísimas iglesias que fueron parroquias hasta los albores del siglo XIX.
San Andrés, como el santo de su advocación, fue martirizada en 1838, privándola entonces de su capilla mayor para así ensanchar la calle Santa Clara –actual Teniente Figueroa–. Esta intervención obligó a levantar un muro que permitiera la oración en lo que quedó de ella, empleando para la sutura los materiales de la demolición, e izando tres arcos de ladrillo que dieran solidez al cuerpo cercenado. Años más tarde, en 1868, lo que restaba de San Andrés fue derribado para levantar en su lugar edificios de locales y viviendas. De la ruina sólo se salvó el muro quirúrgico erigido treinta años atrás, aquel que en noviembre de 2015 quedó al descubierto tras el hundimiento del Bar Soria.
San Esteban, por el contrario, aún está en pié, pero transmutado en una casa de vecindad con negocios en planta baja. Como San Andrés este templo fue esquilmado de sus ábsides para facilitar la conexión entre las plazas de San Esteban y de Prim, y, en 1848, dotado de otra cabecera erigida, también, con los materiales del derribo. Un siglo después, las monjas jerónimas que allí tenían su capilla vendieron todo a un particular para instalar allí un horno de pan y varias viviendas. Este verano cayó la Tahona de Lucas, un conjunto de construcciones que en otro tiempo habían sido dependencias conventuales, dejando al descubierto el maltrecho muro occidental de San Esteban, y, aquí, el arco de conexión entre la nave del evangelio y la sacristía, también hundida en esta operación.
Después de todo, apenas quedan los dibujos que realizara Valentín Carderera en 1837; unas ilustraciones que advierten del patrimonio perdido y alertan del que, quizás, estamos dispuestos a renunciar.
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