Noviembre empezó con el día de difuntos, una festividad religiosa dedicada a los que dejaron la vida terrenal, en la que las familias acuden a los cementerios para honrar a sus antepasados. Es en esas jornadas cuando estos recintos, ya convertidos en históricos parques, ofrecen su mayor esplendor.
En abril de 1787 se publicó una real cédula que impedía la apertura de sepulturas en las iglesias y propiciaba la creación de “campos santos” a las afueras de las ciudades. Guadalajara, tras varias tentativas, inauguraría el Cementerio Municipal el primero de noviembre de 1840, precisamente allí donde en la Edad Media se emplazaron las necrópolis de musulmanes y de hebreos. Será en los terrenos de los antiguos “Osario” y “Castil de los judíos” donde el arquitecto José María Guallart proyectó un cuadrilátero con cuarteles para sepulturas y con nichos adosados a los muros perimetrales.
Cuatro décadas más tarde, aquel espacio amplió su superficie y se normalizó con una fachada monumental con capilla y edificios auxiliares proyectados por Mariano Medarde, y con una artística verja sobre la que aún campean sobre crismones amapolas de adormideras de hierro forjado. Comenzó entonces un fecundo período de apertura de sepulturas y de construcción de mausoleos con los que las familias pretendían acreditar su estatus social y su poder económico. También, al ritmo de estas intervenciones, se descubrieron primitivos enterramientos, algunos bajo bóvedas de ladrillo y con ajuares funerarios, que aseguraban la existencia de un valioso yacimiento arqueológico.
Podemos afirmar que en torno a 1900 el Cementerio protagonizó un momento de esplendor, en el que arquitectos, escultores y marmolistas abordaron y ejecutaron obras de gran mérito artístico. Entre los ejemplos más sobresalientes debemos citar el panteón de los marqueses de Villamejor, en el que el arquitecto alcarreño Manuel Medrano propuso un edificio de estilo neoclásico coronado con una cúpula sobre grandioso tambor y ornamentado con aves, gárgolas y relojes alados que advierten de la fugacidad de la vida y de los horrores de las tinieblas; y el de los Cuesta, en el que las bellas esculturas de Manuel Garnelo adquieren todo el protagonismo, en especial, el impresionante altorrelieve con la esquelética figura de la Muerte conduciendo a la familia hacia el descanso eterno.
También son testimonio de aquella época los panteones blasonados de los Corrido de Gaona y de los Ripollés Calvo, el arquitectónico de los García Martínez, y el túmulo modernista de Miguel Sobrino Senén con un delicado medallón del escultor José Cerveto. Todos ellos, junto a las sepulturas de algunos ilustres –Miguel Mayoral y Medina, Francisco Fernández Iparraguirre, José Julio de la Fuente o Eduardo Guitián, entre otros–, otorgan al Cementerio la categoría de conjunto histórico-artístico.
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